"Los mitos son las almas de nuestras acciones y nuestros amores. No podemos amar más de lo que creemos". Paul Valéry

sábado, 23 de febrero de 2013

EL HOMBRE-PEZ DE LIÉRGANES.

Esta leyenda comienza en el año 1658, el año del nacimiento de Francisco de la Vega Casar en el pequeño pueblo de Liérganes, en Santander. A Francisco le gustaba mucho nadar y sobre todo pescar, oficio que había aprendido de su padre, pero tras la muerte de éste, tuvo que irse a Bilbao para trabajar como carpintero.

Un día, Francisco decidió ir con unos amigos a nadar en la ría de Bilbao. Allí estuvieron sumergidos durante todo el día. Pero a la hora de regresar a casa, Francisco no apareció; se había alejado demasiado de la orilla. Sus amigos lo buscaron desesperadamente pero no consiguieron localizarle por lo que supusieron que se habría ahogado debido a algún remolino de la ría. Aún así, tras avisar al jefe del taller donde trabajaba Francisco, montaron un equipo de búsqueda, pero todos los intentos fueron en vano; había desaparecido.

Durante el verano de 1679, unos pescadores que navegaban en las aguas de Cádiz vieron un pez muy grande. Sorprendidos por los movimientos del pez, decidieron pescarlo para averiguar qué tipo de animal era aquel. Al cabo de unos días consiguieron capturarlo con sus redes y lo arrastraron al muelle.

Pero la sorpresa de los pescadores fue mayúscula cuando, al desenrollar la red vieron a un ser humano de gran estatura, piel pálida y cabello rojizo cuyo cuerpo poseía escamas de pez y sus manos se asemejaban a las patas de un pato. Inmediatamente lo durmieron y lo llevaron a un convento cercano.

Los monjes aseguraron que aquel hombre estaba poseído por el diablo y llevaron a cabo varias exorcizaciones, pero lo único que lograron fue que el hombre-pez pronunciara la palabra "Liérganes". Los monjes enviaron un emisario al pueblo de Santander para avisar del episodio. Al día siguiente Francisco fue trasladado de vuelta a su casa con su madre.

Pero Francisco no reaccionaba ante nada; no hablaba, no comía... Hasta que en 1687, su madre advirtió un ruido muy extraño y vio a Francisco salir corriendo y sumergirse en el río Miera sin que nadie pudiera detenerlo. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada sobre Francisco aunque aún hoy son muchos los que buscan algún indicio del hombre-pez.


viernes, 22 de febrero de 2013

LA LEYENDA DEL CARDO

El cardo ha sido desde hace tiempo un importante símbolo en la cultura escocesa. Quizá su primer uso documentado fuera en el año 1470 donde se podía apreciar esta planta en unas monedas de plata. A partir del siglo XV, el cardo fue incluido en los escudos de armas de la nobleza escocesa. En 1687 se creó la primera orden de caballería escocesa, la "Antiquísima y Nobilísima Orden del Cardo", y sus  miembros portan una cadena cuyos eslabones son cardos de oro. Los Caballeros y las Damas del Cardo lucen también en el pecho una insignia con forma de estrella con un cardo en el centro con el lema "Nemo me impune lacessit" (Nadie me afrenta impunemente).



¿Pero cómo puede tener tanta importancia para un pueblo el cardo?

La leyenda cuenta que en el siglo X, bajo el reinado de Malcom I de Escocia, los normandos pretendieron invadir el país. Para llevar a cabo su cometido, los normandos idearon una estrategia; atacarían al ejército escocés aprovechando la oscuridad de la noche, y de este modo poder asegurarse una rápida y fácil victoria.

Sin embargo, uno de los invasores cometió el error de caminar descalzo, en un intento de hacer el menor ruido posible. Al acercarse al ejército escocés, éste hombre pisó un cardo, lo que le produjo un dolor tan terrible que no pudo contener un profundo grito que alertó a los escoceses y les informó de la posición de los normandos. En la lucha llevada a cabo posteriormente, el ejército escocés derrotó a sus enemigos, poniendo fin a la invasión.

Desde ese momento, el cardo se convirtió en el emblema nacional de Escocia.





jueves, 7 de febrero de 2013

EL ROBLE Y EL PESCADOR

Cuenta la leyenda albanesa que una vez existió un pescador muy pobre, llamado Eduardo, que para mantener a su esposa y a sus cinco hijos, partía todos los días al mar en busca de alimento. Pero la mala fortuna quiso, que durante diez días Eduardo no consiguiera pescar siquiera un pez.
Una mañana, cuando Eduardo se dirigía al mar, se encontró con el rey Julián, que al conocer su historia, decidió ayudarle y le dijo:

-Cada vez que atrapes algo con tus redes, tráelo a palacio. Yo te pagaré su peso en oro.

Ante esta  perspectiva, Eduardo salió feliz a la mar, pero para su desesperación, al final del día no había conseguido atrapar nada con sus redes. Triste, regresó a su casa, no sin antes probar suerte por última vez cerca del muelle. Al sacar las redes, lo único que había pescado era una pequeña hoja de roble dañada por el agua. Dio la casualidad de que por allí pasaba un amigo y le animó a ir a palacio con la hoja, ya que era lo único que había atrapado con sus redes. Eduardo, que no tenía nada que perder, se presentó delante del rey. Al verlo, el rey se echó a reír y dijo:

-Esa hoja es tan liviana que ni siquiera moverá la balanza.

Aún así, el rey puso la hoja en el platillo, y ante el asombro de los presentes la balanza reaccionó como si estuviera cargada de plomo. El tesorero comenzó a equilibrar la balanza con monedas de oro. Aquella pequeña hoja de roble pesaba lo mismo que sesenta monedas de oro.

Con ese dinero, Eduardo compró todo lo necesario para su familia y el rey convocó a todos los sabios del reino con la intención de saber cual era el misterio de la hoja de roble. Pero ninguno encontró la respuesta. Ni siquiera Eduardo supo jamás lo que había pasado.

El secreto de la hoja tenía su origen en la infancia de Eduardo. Cuando éste tenía cuatro o cinco años, un labrador había arrancado un pequeño roble que crecía en los límites de su propiedad. Eduardo lo había recogido y lo había plantado en unas tierras sin dueño. Así, el roble había podido continuar viviendo, y encontró la posibilidad de recompensar al pescador por su buena obra.